LA MULA
Editor: Hernan Canales Acevedo
Cuento.-
Esta es una historia que se cuenta aún por personas de antaño, y que se ha trasmitido por algunas generaciones. Dicen los tradicionistas que se trata de un hecho que ha ocurrido realmente, siendo uno de los protagonistas don Saturnino Ruiz, el único herrero que existía por entonces en la ciudad de Pampas. Dicen que el antecesor del padre Serpa, como párroco de la Diócesis de Pampas, era el cura Victoria, un sacerdote que no practicaba precisamente los votos de humildad, castidad y pobreza, pues, como primera autoridad eclesiástica de la provincia, disfrutaba de una serie de prerrogativas, era arrogante y vivía con comodidad, pues poseía muchas propiedades y, para rematar, tenía como cocinera a una solterona muy bien dotada, que conservaba aún muchos atributos para inducir al pecado contra el sexto mandamiento, al que nuestro sacerdote no era muy indiferente que digamos, y así vivía feliz entre vinos y Rosario, que así se llamaba la fémina. El hecho era tan notorio que todo el pueblo murmuraba y el escándalo se propagaba en voz baja. Pero de repente, la cocinera se enfermó gravemente y, después de una larga agonía, dejó de existir. Como no tenía parientes conocidos, las exequias estuvieron a cargo del cura, quien se hizo cargo de todos los gastos y las pompas fúnebres. Cuando pusieron el cadáver en el ataúd observaron que la difunta había quedado con la boca abierta y, para remediarlo, el cura entregó uno de sus pañuelos de fina batista, con sus iniciales bordadas, para que le amarren la mandíbula y sostenerla con la cabeza. Luego del velorio, llevaron el cuerpo al cementerio general, para darle cristiana sepultura.
Al finalizar el quinto día del fallecimiento de la cocinera, dicen que al filo de la media noche, don Saturnino Ruiz sintió fuertes golpes en su zaguán, como si quisieran echar la puerta abajo. Don Satuco, como le decían cariñosamente, que ya se hallaba durmiendo, despertó malhumorado, prendió su mechero de kerosén y salió a averiguar de qué se trataba. Cuando abrió la puerta se encontró con un hombre uniformado que llevaba una mula ensillada.
– ¿Quién es usted y qué desea?
– Señor Ruiz, tengo que cumplir una misión urgente esta misma noche, para lo cual debo emprender un viaje sobre esta mula y, por ese motivo, vengo para que le ponga los herrajes.
– ¿Cómo se le ocurre que a estas horas de la noche voy a trabajar? ¡Usted está loco! ¡Venga mañana si quiere que lo atienda!
– Es una misión urgente que tengo que realizar esta misma noche, le voy a pagar a usted lo que quiera.
– Mira jovencito, de noche no atiendo a nadie, aunque me pagues veinte soles.
– Yo lo voy a pagar cincuenta soles por su trabajo, pero hágalo ahora mismo.
– Es que no tengo ayudante, ni siquiera sé si tendré herrajes y clavos.
– Yo le voy a ayudar en todo lo que haga falta y le voy a pagar setenta soles.
Ante esta generosa oferta, la resistencia de don Satuco se ablandó e hizo pasar al militar con su mula y ambos se pusieron manos a la obra. Felizmente encontró los herrajes adecuados y también tenía clavos. La perspectiva de ganar setenta soles le dio fuerza necesaria para terminar pronto el trabajo, pues en ese tiempo era una suma enorme, que para ganarla debía trabajar varios meses. Una vez que terminó de herrar a la mula, le cobró lo pactado, pero el uniformado le confesó que no tenía dinero y quien debía pagar era el dueño de la mula que era el cura Victoria; el herrero se enfureció y amenazó con quedarse con la mula hasta que le paguen lo pactado, pero el militar lo calmó y le aseguró que el cura le pagaría de todas maneras. Le dijo que vaya temprano a la parroquia y cobre los setenta soles por el trabajo. Que en caso de que el cura se negara por cualquier motivo, le enseñara el pañuelo que en ese momento le entregaba. Don Saturnino acepto a regañadientes la promesa del uniformado, y este montó en la mula y se fue hacia Chalampampa. Al día siguiente, muy temprano, don Saturnino se hallaba en la parroquia esperando al cura para cobrarle su trabajo.
– ¡Hola don Saturnino! ¿Qué milagro lo trae a usted tan temprano? Pase usted ¿En qué lo puedo atender?
– Vengo a cobrar señor cura, por mi trabajo de anoche.
– ¿Trabajo? Que yo recuerde, no le he solicitado ningún trabajo.
– ¿Cómo que no ha solicitado? A la media noche vino su encargado trayendo su mula para ponerle herrajes, porque tenía que cumplir una misión importante.
– Yo no tengo ninguna mula y no he mandado a nadie, así que, don Saturnino, si no le importa tengo que ir a celebrar la Santa Misa.
– Mire señor cura, el militar que vino anoche me dijo que, si usted se negara a pagar los setenta soles que pactamos por el trabajo, le enseñara este pañuelo
Diciendo esto le enseñó el pañuelo y el cura se puso pálido. Sin decir una sola palabra abrió el escritorio, sacó setenta soles y se los entregó, recomendándole que todo lo ocurrido lo mantenga en estricta reserva. El cura reconoció que el pañuelo era el mismo que habían utilizado para sostener la mandíbula de la difunta cocinera. Tiempo después, para asegurarse del asunto, procedió a la exhumación de los restos y comprobó que la muerta se hallaba sin la prenda y con la boca abierta. También cuentan algunos que el cadáver tenía herrajes clavados en las manos y los pies.
